Aprendemos a medir, preveer, diseccionar, a calcular minuciosamente cada paso, evitando que algo o alguien nos tome desprevenido, racionalizando nuestras emociones hasta anular el espíritu descubridor que en todos espera adormecido.
Desechamos la capacidad de conmover, de suspender o maravillar con algo imprevisto, raro o incomprensible. No podemos ser indiferentes a la realidad que nos circunda, ni perder el contacto con las cosas y con las personas. Debemos renacer en la ruptura de un hábito, en la quiebra de una expectativa. Nuestra finalidad adaptativa nos sujeta fuertemente para ayudar a orientarnos frente a una nueva situación, pero juguemos a perder el camino, a ignorar nuestra carrera y nuestro paradero.
Nos creemos auténticos exploradores con un plano, una guía y un iphone en nuestras manos, y no somos más que zombis recorriendo los lugares fijados, comiendo en los restaurantes señalados y fotografiándonos en los rincones mil veces publicitados.
Esto es una llamada de atención, un pellizco, para intentar llegar a ese punto de emoción que hemos olvidado al saturarnos de información.
No sentí desorientación, ni palpitaciones, ni una intensa sensación de falta de aire, pero el efecto de la belleza de la Iglesia de Santa María Magdalena, en Olivenza, me produjo una sensación de aturdimiento y de introspección que me recordó la importancia de perder el rumbo para encontrar las huellas de lo que somos.
Creo que la Iglesia de Santa María Magdalena pudo sentirse plena al comprobar lo cerca que estabas de la catarsis.
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Saludos.
Muchas gracias.Un saludo.
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