miércoles, 26 de enero de 2011

El Gatopardo

Creemos que es posible, que tras la revolución vendrá un nuevo estado de las cosas. Sin embargo, nos afanamos en idear palacios de cristal que se romperán con sólo mirarlos. La ruptura no es sino un espejismo que alimentamos en nuestro imaginario colectivo. Discutimos, nos alborotamos, llevamos por sistema la contraria a nuestro oponente, defendiendo ideas que establecemos como novedosas, sin saber que nuestro Homo Antecessor ya se ensimismaba en ellas, y como él, nos creemos “exploradores de nuevos continentes”.
“Las Mil” avanzan, han derrocado un poder, pero llegará otro, afectado de la misma codicia. Y todos lucharán y se aferrarán desesperadamente a su condición. Y en el camino del desencuentro van dejando un reguero de víctimas inocentes. Y los hay que creen que los otros nos conducirán a los más altos destinos, pobres. No son más que filibusteros haciendo juegos malabares con nuestra esperanza en un futuro. Narcotizados por los lenguajes demagógicos de moda nos balanceamos en un barco que hace aguas.
En antiguos regímenes, además de la necesidad de tener mucho dinero: dinero para comprar los votos, dinero para hacer favores a los electores, dinero para un tren de casa realmente resplandeciente, debías de tener un nombre. Hoy despojados de todo, inclusive de formación, esperan jactarse en el puesto y morir adheridos al sillón. ¿Qué hacer con la minúscula expresión de libertad que se nos concede? Algunos no dudan en incorporarse al nuevo movimiento de manera que resulte en su provecho. Engullen el sapo: la cabeza y el intestino descienden ya garganta abajo.
La vulgaridad se hace carne en la figura de Don Calogero, el alcalde de Donnafugata y nuevo rico. Como él, despojados de los cien impedimentos que la honestidad, la decencia e incluso la buena educación imponen a las acciones de muchos hombres, esta “clase social” se comporta en el bosque de la vida con la seguridad de un elefante, que arrancando árboles y aplastando madrigueras, avanza sin advertir siquiera los arañazos de las espinas y los lamentos de las víctimas.
Y mientras tanto, este sol violento y desvergonzado, narcotizante incluso, que anula todas las voluntades y mantiene cada cosa en una inmovilidad servil, acunada en sueños violentos, en violencias que participan de la arbitrariedad de los sueños.
“Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”.
Qué familiar me resulta todo.

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