lunes, 21 de noviembre de 2011

Una lectura de La Metamorfosis


Ocurre desde hace un año, o quizá más: no a los lugares cerrados.

No a los ascensores, no a cerrar con llave baños, habitaciones, despachos, no a las masificaciones, en fin, un NO permanente se ha instalado en mi vida…
Ya habréis dado vuestro veredicto, pero no me sirve, demasiado fácil.

“Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.” Cualquiera que nos acercásemos por vez primera a esta obra de Kafka, podríamos pensar que estábamos frente a un cuento de ciencia-ficción y quedarnos sólo en la idea de la transformación de un ser humano en un insecto. Pero claro, también quedarnos aquí sería demasiado fácil.

Siempre es más sencillo asentarnos en la anécdota que adentrarnos en ese existencialismo del que nos habla la obra, de un individuo frente a la sociedad.

Albergamos un maravilloso, pero también tenebroso cúmulo de rarezas siempre dispuestas a levantar el telón y dejarnos expuestos a nuestro público. Mientras las acunamos con susurros y las engañamos con preludios de normalidad, ellas no hacen más que soliviantar a sus secuaces agazapados en todos los rincones de nuestra falsa calma para, en emboscada, caer presos de sus tiranías.
Y entonces, como Samsa, comenzamos una nueva aventura transmutados en algo diferente de nosotros mismos, y todo adquiere una nueva dimensión. Debemos acostumbrarnos a los objetos de nuestra cotidianidad y aprenderlos de nuevo y de una manera diferente. No somos los mismos, nunca más lo seremos.

Un progresivo aislamiento será el nuevo poseedor de nuestra morada. Y con cada cosa con la que nos relacionemos nos escupirá en la cara el proceso de deshumanización que va urdiendo un paño demasiado  tupido para poder escapar de él.

Nos desdibujamos, nos diluimos, nos desleímos, nos apagamos.

Quien se prestó a alimentarnos durante este proceso ahora ya duda de si somos nosotros mismos o sólo una parábola de lo que fuimos.

Los miedos y temores se han hecho fuertes en la piel que habitamos y han tiranizado todo lo que somos y seremos. La inseguridad e inferioridad de Samsa le someten a un encierro mental que luego se transformará en físico y que terminará aislándolo en su habitación, ya no sólo porque él se sienta diferente, sino porque el resto de la familia-mundo ha dejado de aceptarle.

Y el sentimiento de culpabilidad termina de alejarle de ese mundo cuyo sentido ya no es capaz de enunciar. Desarraigo y soledad que dan muerte al personaje al que encarnamos.

Esos miedos, metáfora de mi vida, se van tejiendo silenciosa y sibilinamente e irrumpen de improviso, destruyendo esa cotidianidad que no es más que la máscara que sujetamos fuertemente para no dejar caer la realidad a nuestros ojos.

Ten cuidado con los sueños intranquilos, y si te desvelas sobresaltado mira tu vientre, tu espalda, tus manos. Tú también puedes ser objeto de una metamorfosis.

Hoy, al despertar, yo también pensé que todo era un sueño y que si volvía a dormir despertaría como un ser normal, pero eso es ya materia de otra historia.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Chesil Beach



“Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil.”

Es la última frase de este comienzo la que se nos insinúa, la que nos dice que la pequeña historia que a continuación pasará ante nuestra retina asomada por el hueco de una cerradura, será también una historia de hoy.

Dos seres encontrados que van hacia el más triste de los desencuentros.

 Los vemos moverse de manera torpe como dos animalillos en una jaula, encerrados en una diminuta sala en el primer piso de una posada georgiana, mientras que en la habitación contigua, visible a través de la puerta abierta, les mira amenazante una cama de cuatro columnas, rotunda, espesa.

Dos clases sociales condenadas a entenderse. Y una tradición victoriana que aún tiene eco en sus oídos, que les hace ser conscientes de la Iglesia y la moral puritana. La cortesía y los modales que amordazan cualquier expresión del sentimiento. Ninguno se permite manifestarlos, hasta que el mar de la costa de Dorset, que les sirve de refugio, se tornará bravo y sombrío.

Unos sentimientos en comunión con la Naturaleza, reminiscencias de un pasado romántico inglés. La exuberancia sensual y tropical del jardín de los primeros momentos que se desvanece con el cambio de viento, que nos lleva el sonido de olas rompiendo, como vasos que se hacen añicos a lo lejos.


Y todos queremos que esa brisa rompa las ventanas y oxigene ese turbio aire y sobre todo los pensamientos.
Y vemos nuestro reflejo en todos aquellos planes que recorren aquellos anhelos veinteañeros, presentados por un narrador objetivo, como el entomólogo con los insectos, observando con curiosidad sus comportamientos. No queremos repetir el patrón establecido, queremos desmarcarnos de los cánones establecidos. Apenas 20 años, ¿la juventud como un valor o como un estorbo? Para ellos ser joven era un obstáculo social, un signo de insignificancia, un estado algo vergonzoso cuya curación iniciaba el matrimonio.
Parece hoy una ironía, la liberación del matrimonio, menuda contradicción, ¿pero acaso no es un empezar de nuevo? Para Edward y para Florence significaba la huida de los diversos errores parentales y prácticas anticuadas.

Pero este singular rito debe terminar por otro no menos ancestral, y esa alegría de la boda, del olor a libertad se transforma en preocupación y ansiedad en Edward, mientras que en Florence es algo más, una angustia inexpresable, apenas capaz de formulárselo a ella misma.
Están en el ’62, en las puertas de la revolución sexual, de la liberación de la mujer, del rock and roll, pero ellos aún tienen un pie en la moral conservadora y otro hacia el liberalismo, y el suelo se resquebraja bajo sus pies.

Todo es definible, expresable, pero no todo es comprehensible mediante las palabras, a veces se nos quedan pequeñas, ilegibles. En el sexo se nos quedan burdas, toscas, intimidatorias. Florence sólo conoce las palabras, tiene miedo de las palabras.

Estaban enamorados, de eso no había duda, ese amor que recala en los pequeños detalles, en ese libro de rústica, por lo general de historia, que llevaba Edward en el bolsillo de la chaqueta, por si acaso se encontraba en una cola o en una sala de espera, o la cinta que Florence llevaba en el pelo cuando practicaba en casa sus escalas y arpegios.

Se nos cuelan fragmentos de vida y el contexto otorga de sentido a las acciones de los protagonistas. Aunque el narrador hace uso de la elipsis, y el misterio de ciertos pasajes nos dispara la imaginación.
La técnica del contrapunto nos presenta de manera simultánea tiempos, lugares y personajes que nos pillan desprevenidos, alternando planos narrativos, y las digresiones refuerzan la narración e intensifican su sentido.

La ironía nos dibuja una mueca triste en la cara y la aceleración de la acción en un alarde de síntesis de la vida del protagonista en apenas ocho páginas nos deja una clara sensación de derrota.

Quizá sea así, el amor no se puede idealizar, sólo vivir, lo más honesta y transparente que podamos, entre dos.

Un microcosmo de una relación, del amor, del sexo, y también de una época, y de sus discursos, pero sobre todo, de sus silencios.