Sobre un paño blanco colocado sobre una mesa sin barnizar, tenía un puchero de barro, una cebolla partida y un trozo de pan. Su tío le dio una hoja de papel y le dijo que dibujara. Ahora recuerda cómo con unas cuantas líneas generales consiguió encajarlo todo en el papel con facilidad. La sensación que sintió al ver lo que podía hacer, le sorprendió. Ahí empezó una intensa relación de amor con el dibujo.
Aprendió el lenguaje, el enigma de la pintura.
Sus ojos conformaban la materia, la deshacían, para rehacerla después. Jugaban con la luz y las sombras, despacio, dilatando el tiempo.
Figuración, figuración, figuración. Realismo extremo. El arte confundido con la vida.
Le vemos dialogando con cada obra y cada elemento respira del misterio del universo. Siempre inacabadas, inconclusas, esperando una nueva mudanza en el tiempo. Parece recordarnos que somos temporalidad, que cada nota de materia se deteriora con el canto del reloj.
No hay pretensiones, sino cotidianidad en cada trazo. El lienzo es el mundo. Su cabeza habitada de seres y enseres mientras los rescata del torbellino planetario.
Somos la última pieza de su rompecabezas.
Con gesto cómplice nos mira pausado y nos impele a mirar con nuestros ojos, sin dejarnos atrapar por la órbita de nuestros contemporáneos.
¿Qué impresión te producen las cosas?
En la espera permanece, habita perseverante, confiado en ser atrapado de nuevo por el sol.
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