Hay un hombre que se mira al
espejo pero no reconoce su rostro. ¿Raymond Carver o Gordon Lish?
Un fantasma recorre el libro “De
qué hablamos cuando hablamos de amor”, una doble identidad. Un escritor
maldito, prototípico, con una infancia marcada por un padre alcohólico, de
quien toma su legado de embriaguez y no lo pierde hasta diez años antes de su
muerte y un editor que vio en lo que Carver contaba un universo propio, y para
el que decidió crear un continente tan innovador que situó a Carver en el foco
al que todos los escritores de una generación se mirarían, en el que aún hoy
muchos escritores de cuentos nos buscamos.
La situación desesperada de
Carver, su lucha por salir del alcoholismo, su primer matrimonio con Maryann
Burk destrozado, unas finanzas en bancarrota harán capitular a Carver no sin
una angustia que ha quedado reflejada en la correspondencia que mantuvo con
Lish, conservada en la Universidad de Indiana, al igual que todos los
manuscritos corregidos.
Gordon Lish redujo hasta en un
cincuenta por ciento todos los relatos originales que conforman este libro y
cambió 10 de los 13 finales. El propio título es elección del editor. “The beginners”
(Los principiantes) era el título que Carver tuvo que abandonar al olvido.
Pero el peso del engaño no se
alejará, hasta el punto de hacerle prometer a su segunda esposa, la poeta Tess
Gallagher, que tras su muerte deberían emerger de las tinieblas sus cuentos
originales. Le costaría doce años exhumar las palabras de Carver de debajo de
la mano de Lish.
Los relatos condensan retazos de
vidas y me atrevería a decir que hasta vidas enteras, pues si bien no se
detiene en la descripción de los personajes y nos los sitúa en un eje espacio
temporal concreto, con los datos de su historia y su contexto podemos poner en
pie toda su vida y hasta su postura vital ante ella. Aun sin el desarrollo de
los personajes en el relato, hay color en ellos.
Fotos en movimiento extraídas de
una cinta de 35
milímetros, historias dentro de otras historias. Cargadas
de metáforas, de imágenes, de símbolos, que reducen la historia hasta el
extremo, como ese destello que deja el flash de una cámara. Puntos de partida
insólitos. Atmósferas densas, frías. Problemas ordinarios con resoluciones
extraordinarias, que nos muestran lo asombroso del comportamiento humano.
Lugares inestables como el tiempo
fugitivo que se pasa en ellos. Finales abruptos sin resolución explícita
obligando al lector a terminar de armar una historia.
Fragmentos de realidad que
resultan universales.
Las escenas más terribles ocurren
en los lugares más insignificantes. Y Raymond Carver y Gordon Lish lo sabían.