Esta semana he ido
al cine. Sí, suena como si fuera algo excepcional, pero es que cada vez me resulta
más difícil la elección. La cartelera granadina es más bien escasa y de dudosa
reputación. Echo de menos mi cine Avenida, en la Sevilla de mi “arma”, donde
puedo disfrutar de películas extraordinarias y donde escucho las voces y
acentos de los actores, y no esos malditos doblajes absurdos que estropean el
rito sagrado de perderse durante una hora y media en otras vidas y otros
mundos.
“Un Dios salvaje”,
esa ha sido la película escogida, animada por mi madre, cinéfila incorregible,
capaz de tragarse “Ben-Hur” por cuadragésima vez este año. Acertó en la
sugerencia.
Como ya sabréis, es
un guión adaptado de la obra teatral de Yasmina Reza, cuyo título original es
“Le Dieu du carnage”, Dios de la matanza. En España el título les debió
resultar demasiado gore y por miedo a que lo asociaran a la décima entrega de “Viernes
13” ,
decidieron rebautizar la pieza.
Apareció en los escenarios a finales del 2008
y fue interpretada en España por Maribel Verdú, Aitana Sánchez Gijón, Pere
Ponce y Antonio Molero, todos ellos dirigidos por la directora Tamzin Townsend,
que calificó el texto de “una tragedia secreta y tronchante”.
Tres años después, Polanski,
escoge para su película a Jodie Foster y John C. Reilly, Kate Winslet y
Christoph Waltz, y les reparte las cartas del juego y ellos, la verdad, las
juegan muy bien.
La acción la desencadena
una pelea entre dos de sus hijos, en la que uno de ellos, sale algo más
magullado de la cuenta. Los padres del adolescente malherido deciden solucionar
el conflicto mediante el diálogo, sin acudir a los tribunales, algo a lo que
accede la otra pareja.
En este punto de la
cuestión me acuerdo y pido por las almas de aquellos pobres profesores del
siglo XXI que se han visto como mediadores en similares circunstancias,
atrapados en verdaderas batallas campales y verbales, como ocurre en esta obra.
Cuatro personajes
en busca de una solución que no acaba de convencer ni a unos ni a otros.
Los cuatro
disfrazados de gente tolerante y liberal, donde la aspiración de ser se une
también a la de parecer. La impostura de los tiempos.
Un whisky de quince
años y unos puros como símbolos de una clase social. Un pastel de manzana y
unos tulipanes como símbolo del refinamiento y la cordialidad. Una pseudo
intelectual que cree en el poder pacificador de la cultura y se piensa con una
autoridad moral superior al resto. Un vendedor con aspiraciones, domado y
reprimido, con una visión del mundo a lo John Wayne. Una muñequita con ropa de
firma, profesional de éxito, que sin embargo perpetúa la rémora de ser “señora
de”, buscando constantemente la figura masculina que le reafirme. Un abogado
sin escrúpulos pegado a un teléfono
móvil, machista y cínico.
Eso es lo que va
apareciendo poco a poco a medida que las máscaras van cayendo, dejándolos
desnudos de etiquetas sociales y convencionalismos.
Y comienza el baile
de las emociones, y entonces, nosotros, como ellos, pasaremos a estar
controlados por nuestras vísceras, como al principio de los tiempos.
Fuera de los
arquetipos nos encontramos con personajes poliédricos, la esencia del mono
reconvertido a hombre. Cada día con la obligación de domesticar nuestros
impulsos para vivir en paz.
Pero, sin duda, lo
más descorazonador es el final, un final abierto, pero que a mi modo de ver
está muy cerrado.
La acción termina
sin una solución al conflicto, con cuatro aspirantes a homo sapiens encerrados
en sus discursos y sin puntos de acuerdo, revelando el milagro de la
convivencia humana. A veces víctimas y a veces verdugos de un contrato social
que hemos firmado para soportarnos.
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