miércoles, 13 de febrero de 2013


 
 
Pasamos a la sala y ahí están, sobre el escenario, vestidos de sus personajes pero sin encarnarlos aún, sólo como actores de teatro. Es el teatro mismo el que nos da la bienvenida.
Se saben el centro de las miradas, algunas perplejas, las más curiosas, y esperamos en ellos un gesto que los delate; ellos también parecen aguardar algo.

Llega el silencio, que se abre paso poco a poco y uno de los comediantes se dirige expresamente a nosotros, pareciera que se rompe la cuarta pared. Cada uno ocupa su lugar,  y ahí está de nuevo, ante nosotros. Ahora somos un público creyéndonos una historia.

Diez personajes en busca del amor, diez maneras de amar. Amor por compasión, por pasión, por idealización, por admiración,…El amor como salvación. Y entre estos hilos que enmarañan las relaciones de unos con los otros, el arte, la fama, la mediocridad de quien aspira a ser y se queda solo en el proyecto de haber sido, la soledad del creador, el sacrificio voluntario de renuncia por la grandeza de crear. Proyectos de vida truncados por la suerte del destino o por la cobardía de no enfrentarnos a él.

La obra fluye ligera, rápida, alrededor de dos formas de entender el mundo, dos formas de transcribirlo. Una simbólica, alegórica. La otra sujeta a la realidad y a la transmisión de los pensamientos grandiosos.

Un escenario semidesnudo donde las emociones son las protagonistas. Saltos temporales sin apoyos de escenografía o vestuario, pero que comprendemos, porque los años pasan en un suspiro.
Una adaptación de “La Gaviota” sin artificios y un Daniel Veronesse a quien Anton Chejov le habla directamente.

“Lo principal no puede ser el brillo, ni la gloria, ni la realización de los sueños. Los principal es saber sufrir, tener fe y llevar tu cruz”.
 

Pude disfrutar de esta obra en el Teatro Central de Sevilla @TCentralSev del 7 al 10 de febrero de 2013.


 

 

lunes, 4 de febrero de 2013

Carver versus Lish: De qué hablamos cuando hablamos de amor


 
Hay un hombre que se mira al espejo pero no reconoce su rostro. ¿Raymond Carver o Gordon Lish?

Un fantasma recorre el libro “De qué hablamos cuando hablamos de amor”, una doble identidad. Un escritor maldito, prototípico, con una infancia marcada por un padre alcohólico, de quien toma su legado de embriaguez y no lo pierde hasta diez años antes de su muerte y un editor que vio en lo que Carver contaba un universo propio, y para el que decidió crear un continente tan innovador que situó a Carver en el foco al que todos los escritores de una generación se mirarían, en el que aún hoy muchos escritores de cuentos nos buscamos.

La situación desesperada de Carver, su lucha por salir del alcoholismo, su primer matrimonio con Maryann Burk destrozado, unas finanzas en bancarrota harán capitular a Carver no sin una angustia que ha quedado reflejada en la correspondencia que mantuvo con Lish, conservada en la Universidad de Indiana, al igual que todos los manuscritos corregidos.

Gordon Lish redujo hasta en un cincuenta por ciento todos los relatos originales que conforman este libro y cambió 10 de los 13 finales. El propio título es elección del editor. “The beginners” (Los principiantes) era el título que Carver tuvo que abandonar al olvido.

Pero el peso del engaño no se alejará, hasta el punto de hacerle prometer a su segunda esposa, la poeta Tess Gallagher, que tras su muerte deberían emerger de las tinieblas sus cuentos originales. Le costaría doce años exhumar las palabras de Carver de debajo de la mano de Lish.
 
 

Los relatos condensan retazos de vidas y me atrevería a decir que hasta vidas enteras, pues si bien no se detiene en la descripción de los personajes y nos los sitúa en un eje espacio temporal concreto, con los datos de su historia y su contexto podemos poner en pie toda su vida y hasta su postura vital ante ella. Aun sin el desarrollo de los personajes en el relato, hay color en ellos.

Fotos en movimiento extraídas de una cinta de 35 milímetros, historias dentro de otras historias. Cargadas de metáforas, de imágenes, de símbolos, que reducen la historia hasta el extremo, como ese destello que deja el flash de una cámara. Puntos de partida insólitos. Atmósferas densas, frías. Problemas ordinarios con resoluciones extraordinarias, que nos muestran lo asombroso del comportamiento humano.

Lugares inestables como el tiempo fugitivo que se pasa en ellos. Finales abruptos sin resolución explícita obligando al lector a terminar de armar una historia.

Fragmentos de realidad que resultan universales.

Las escenas más terribles ocurren en los lugares más insignificantes. Y Raymond Carver y Gordon Lish lo sabían.